
En la penumbra rojiza de una habitación barata en la colonia La Joya, el joven de chaqueta negra con letras brillantes —que decían Scarface como si de un guiño cinematográfico se tratara— ocultaba más que una mala intención. Su cabello, teñido con los tonos del crepúsculo, contrastaba con el acero frío de la pistola falsa que llevaba consigo, pero que en ese instante bastaba para sembrar el terror.
Ella, la mujer que lo acompañaba esa noche, creyó haber conocido a alguien distinto: joven, rebelde, con aura de misterio y una chamarra llamativa que hacía juego con sus palabras. No esperaba que minutos después él exigiría su bolso con amenazas y violencia. No fue amor lo que quedó entre las sábanas, sino una traición.
La víctima, entre el miedo y la lucidez, logró escapar y marcar el 911.
La respuesta fue rápida. La patrulla municipal llegó antes de que él pudiera huir. Lo encontraron aún en el sitio, con la pistola de utilería y el bolso entre sus cosas. La escena parecía escrita por un guionista novato: sin gloria, sin huida, sin final feliz.
Erik “N.”, de apenas 18 años, fue detenido y presentado ante las autoridades. El logo de su chamarra contrastaba con el escudo de la justicia que ahora lo señalaba.
La ley, esa que no se impresiona con tintes neón ni nombres bordados, ahora dictará el próximo capítulo de esta historia.